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Perdidos en la selva

Iniciado por GAE_Castor, 07 de Junio de 2011, 04:45:52 PM

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GAE_Castor

(El autor, Ricardo Viti, es colistante en un foro donde también estoy. De ahí me pareció interesante compartir la siguiente historia.)

1950, año del Libertador General Don José de San Martín. Los cadetes del Colegio Militar mejicano hacen una visita de cortesía a Buenos Aires, desfile incluido. Dos Douglas DC4 se los llevan de vuelta. Falta llevar los fusiles y un DC3 se asigna a esta labor. En el Grupo 1 de Transporte no hay pilotos disponibles, piden al Grupo 2 y, como yo sí lo estoy, me presento para la misión.

Vivimos la época gloriosa y aventurera de la Fuerza Aérea Argentina donde el piloto es dueño y señor de tomar las decisiones que cree convenientes. No hace falta pedir autorización o consultar temas como qué ruta seguir, cuánto tiempo volar por día o en qué sitios detenerse.

La noche anterior en casa, con las nenas ya acostadas y la tranquilidad de la noche aterrizada en el living, repasé la ruta que he decidido realizar y que intenta recorrer lugares que me son familiares: Palomar-Mendoza-Antofagasta-Guayaquil-Cali-Panamá-Ciudad de Méjico.

Vamos: piloto, copiloto, Radioperador/mecánico y un periodista del Cuerpo Diplomático mejicano que se cuela a último momento entre las cajas de los fusiles.

Volaremos cinco o seis horas por día. Los mapas de colegio (los aeronáuticos se los han llevado los otros dos aviones) apenas me muestran las principales ciudades y los accidentes geográficos más importantes. El tramo que me preocupa es el de Guayaquil-Cali, cruzando el Amazonas. No lo he hecho nunca y no he encontrado pilotos en todo Palomar que se hayan atrevido por esa ruta que tampoco es recorrida por aviones de líneas aéreas.

Mi ángel protector me golpea despacito el hombro y me susurra para que busque otra alternativa. Pero no, no la hay, le respondo mentalmente. Por otra parte, no puede ser tan peligroso, y digo en voz alta como para convencerme: No, no puede ser tan peligroso.

Esa madrugada desayuné como siempre unos mates, le dí un beso sin despertar a mis hijas que dormidas siempre parecen santas, abracé a Cholita (mi esposa) y con el? hasta pronto, mi amor? como últimas palabras partí hacía la base.

Cuando llego, tripulación, pasajero y fusiles ya me están esperando.

Despegamos con las primeras luces. El sol joven de la mañana pinta de oro las alas bañadas de rocío del DC3. Subimos a 2500 metros y ponemos rumbo oeste desviado ligeramente hacia el norte. Mendoza, la primera etapa.

El viaje se desarrolla sin inconvenientes hasta Guayaquil. El cruce de la cordillera,

normalmente arriesgado a raíz de los vientos y la turbulencia, nos sale limpio y directo.  Cruzamos sin novedad aquella pared titánica y entramos en Chile; el buen tiempo nos bendice cada día. Es un placer volar así.

El único pasajero se porta bien y casi no hace uso de su bolsita.

La entrada en Guayaquil, entre montañas, nos sale como dibujada.

Al salir de esta ciudad el cielo se mancha con nubes rechonchas y amenazantes. Las trepamos para viajar cómodos.

En este tramo Remo Demóstenes va de piloto, yo de copiloto y navegante. El plan, de acuerdo con lo que nos dijeron unos militares peruanos, es apuntar a un radiofaro y ni bien lo crucemos, girar hacia el norte y comenzar a descender. Unos veinte minutos más tarde debiéramos encontrar Cali, donde hay una fuerte tormenta tropical.

Cuando creemos haber sobrevolado el radiofaro, empezamos a descender entre los claros. Volamos rozando algodones de apariencia inocente pero, en realidad, mortal. Intentamos evitarlos y no siempre lo logramos. Cuando nos engulle alguno entramos en un caldo húmedo y blanco. El avión se encabrita asustado.

El radiogoniómetro se inunda. No funciona. Como por instinto seguimos bajando, buscamos el suelo. La capa de nubes parece no tener fin.

Seguimos rumbo norte pero sin conocer nuestra posición. Estamos perdidos...

Salimos de las nubes rascando las copas de los inmensos árboles de la selva amazónica. Como llueve copiosamente debemos abrir la ventanilla triangular del costado del avión para poder pispiar la altura. El agua y el viento nos castigan sin piedad. Durante cerca de dos horas nos deslizamos por esa pesadilla lechosa de piso verde. Nos imaginamos a los reducidores de cabezas esperándonos allí abajo. No nos queda mucho combustible. El periodista llora y reza en silencio. Si nos caemos, pasaran años hasta que nos encuentren.

Recuerdo el último beso que les di a las nenas... el abrazo a mi mujer... pienso en mis padres...

Al cabo de dos horas eternas, el mar verde se transforma en un mar azul, hemos llegado al océano!. Inmediatamente tomamos altura, unos dos mil metros. Remos me pregunta el rumbo y por olfato le digo 185 grados. La noche nos empieza a hacer cosquillas.

En aquellos años Panagra (luego Pan American) apagaba las radioayudas ni bien se hacía de noche, y los aeropuertos hacían lo mismo con las balizas de las pistas, nadie volaba después de la caída del sol.

Si no logramos comunicarnos y establecer nuestra posición se nos acabará el combustible y caeremos en medio de la oscuridad sin chances de sobrevivir.

El radio operador, Minone, me saca de mis reflexiones. Señor, no atiende nadie, me autoriza un S.O.S.?

Lo miro como queriendo entender la pregunta, los barcos son los que emiten S.O.Ss, los aviones?, probablemente ninguno hasta ahora.

Si Minone, le contesto. El hombre saca entonces con cuidado la bandeja de comunicaciones normal y la reemplaza por la de emergencia que esta todavía sin estrenar. Lo enciende.

En la tranquilidad pueblerina de la noche cordobesa, el radio operador de Panagra hace tiempo en su puesto de trabajo, ya debería haberse ido pero hace tiempo para  buscar a su novia; es completamente ajeno al drama que se vive cientos de kilómetros al norte. Distraídamente juega con el dial de la radio y, cuando la va a apagar, se sacude como si lo hubieran conectado a 220, la señal de S.O.S se escucha nítida. La localiza e inmediatamente se zambulle sobre el teléfono para informar a la Fuerza Aérea. En minutos el mundo se moviliza tratando de ayudarnos. Guayaquil vuelve a encender el radiofaro, y el aeropuerto brilla como un árbol de Navidad.

Con menos de una hora de combustible descubro unas luces a lo lejos.¡ Es Guayaquil!, le digo a Remos sonriendo.¿ Cómo sabe, Viti?, pregunta. Porque tiene una sombra a un lado de la ciudad, es un cerro, ahí esta la pista,¿ la ve?. Efectivamente, el par de hileras de luces nos parece la entrada al Paraíso...

Aterrizamos cerca de las diez de la noche, hemos volado al límite de la autonomía del viejo y fiel DC3 (el T20, todavía lo recuerdo).

Al bajar del avión vuelvo a sentir golpecitos en el hombro, es mi ángel de la guarda que dulcemente me guiña un ojo...


Ricardo Viti, 11 de febrero de 2002
C.F. Castor

GAE_Charrua

C.F. Charrua

GAE_Tacuara

Muy buen relato. Salvando las distancias, recuerdo mi primer misión volando en el GAE (Si no recuerdo mal fué la última de Nueva Guinea), volviendo solo a la base, después de que toda la escuadrilla fuera derribada, de noche, con una meteorología pésima, ¡ Qué laburo me dió encontrar la pista !. Eso, más el hecho de ser la primer misión hizo que fuera realmente angustiante. Éste relato me lo recordó bastante.
T.N.Tacuara

GAE_Baco

Que buen relato!
Gracias por un rato entretenido!

alado